“No soy una víctima”: Así nació el primer laboratorio de medios y narrativas antirracistas

Por: Tatiana Bonilla

 

Esta crónica es necesariamente personal. Abogo por la escritura en primera persona para dar voz a las experiencias marginadas y para desafiar las narrativas dominantes en el ámbito académico. 

 

Mientras escribo estas líneas, en Colombia se vuelve cada vez más evidente la violencia que sufren las personas en las universidades y en el ámbito académico en general. En las últimas semanas, dos estudiantes de facultades de medicina de la Universidad de los Andes y la Universidad Javeriana se han suicidado, no sin antes denunciar matoneo y exigencias inhumanas que se traducen en maltrato con la excusa de… ¿de qué?. 

 

Me uno a las voces que denuncian, que no se conforman y que no normalizan estas situaciones, y llamó la atención sobre la hipocresía de los medios que solo visibilizan lo que ocurre en las universidades privadas, como si la humanidad de esos estudiantes fuera más valiosa. Esta problemática también afecta a las universidades públicas en Colombia, donde el apoyo psicológico no logra romper las estructuras de maltrato que prevalecen y tampoco cuida a quienes cuidan, en estos caso, a las personas del área de “bienestar”. Repitan conmigo: Tener consultorios en que lxs psicólogxs deben atender a una persona cada hora es inhumano para todas las partes… pero ese no es el tema de este artículo.

 

A la fecha he hecho dos maestrías en la Universidad de los Andes, una en Estudios Internacionales y otra en Periodismo. La primera la estoy pagando todavía y para la segunda me becaron, pero mi gran benefactora ha sido siempre la universidad pública, la que me permitió hacer el pregrado en Psicología cuando ni mi familia ni yo teníamos capacidad financiera ni para endeudarnos. Menciono todo esto, porque el paso a la universidad privada significó el nacimiento del primer laboratorio de medios y narrativas antirracistas.

 

Debo comenzar diciendo que la vida me ha llevado a renunciar a todxs mis ídolxs, incluidas personas que admiraba y con quienes tuve la posibilidad de coincidir. Una de esas personas fue una profesora que conocí en la maestría de Estudios Internacionales en la Universidad de los Andes. Recuerdo que la consideraba una mujer autónoma, valiente y con un gran nivel técnico en sus reflexiones en Twitter, ahora X. Cuando supe que tendría clase con ella, me emocioné, pero desde la primera sesión nos hizo saber que tenía muchos seguidores en redes sociales y que cualquier reclamo debía hacerse personalmente. Además, indicó que le gustaban mucho los chistes “negros” e incorrectos.

 

El énfasis en la palabra «negros» me hizo comprender rápidamente la naturaleza de sus comentarios. Siendo la única persona “negra” en el salón, además de los chistes de la profesora, decidí comunicar de inmediato que no estaba dispuesta a pasar por alto cierto tipo de apreciaciones. Lo que siguió fue que la profesora me bloqueaba cuando intentaba participar, no validaba ninguno de mis aportes y, por supuesto, mis calificaciones no eran equivalentes a mi esfuerzo. Ella por su parte, no aceptaba ideas contrarias a las que proponía y tenía una particular preferencia por alumnxs cuyos apellidos o familias estaban cercanos al poder, como un asesor del expresidente Santos, quien, a pesar de no asistir a clase o presentar trabajos a destiempo, obtenía las mejores calificaciones.

 

Todo el mundo se quejaba de la clase y lamentaba el comportamiento inquisidor de la profesora, pero nadie se atrevía a manifestarlo. Se habló de la posibilidad de discutirlo con ella en clase. Comenté respetuosamente nuestras incomodidades, y la profesora reaccionó violentamente indicando que debía expresarme en privado. La reacción fue tan emocional que mis compañerxs guardaron silencio y no recibí el apoyo acordado, pero me mantuve firme en lo que creía cierto sugiriendo que era un tema racial. La profesora me reto a que la denunciara, y le hice notar que ya estaba siguiendo el protocolo establecido para ello. 

 

Para sorpresa de todxs, la profesora cambió totalmente. No dejé de participar y me esforcé por demostrar mi calidad académica, lo cual me dejó extenuada, pero la situación mejoró. En mi familia, esto se traduce como «mostrar los dientes». Como Psicóloga clínica he podido notar una y otra vez que la gente respeta más a quienes no permiten ser abusadxs y demuestran capacidad de defensa. Duro decirlo, pero poco a poco comprendí que no estaba dispuesta a convertirme en una víctima. El maltrato no podía ser una excusa y no necesitaba la simpatía de quienes no son capaces de denunciar lo que está mal, solo porque piensan que no les afecta directamente.

 

Tiempo después, un grupo de estudiantes me buscó para denunciar los maltratos de la misma profesora con la que había tenido conflictos. No los conocía personalmente; eran de otras carreras y semestres, pero pertenecían a la misma facultad. Se enteraron del incidente y señalaban que la profesora tenía un comportamiento similar con docentes de nacionalidad venezolana, quienes, a pesar de su demostrada trayectoria, sufrían los incesantes comentarios «negros» de la profesora en cuestión. No acompañé la iniciativa en esa ocasión, ya había hecho mi parte tiempo atrás.

 

Entre una maestría y otra, tuve una hija y mis dinámicas cambiaron por completo. Obtuve una beca para cursar la maestría en periodismo y, dado que siempre he estado cercana a esas labores, decidí profesionalizarme para mejorar la calidad de mis insumos. En una de las clases, una profesora de periodismo de la vieja escuela tenía la tendencia de llamar «niñitos» y «niñitas» a personas adultas afrodescendientes, algo que pasaba desapercibido para mis compañerxs al parecer, pero no para mí.

 

La clase empezaba a las 6:30 am, pero yo solía llegar a las 7:00 am, a veces más tarde, porque debía dejar a mi hija en el jardín. Además, tenía un trabajo bastante hostil que me exigía atención desde tempranas horas, algo que más tarde entendí era un abuso. Sin embargo, esa es otra historia.

 

La profesora solía señalar mis llegadas tarde de manera particular, enviándome correos cada semana, a pesar de que yo participaba activamente en las sesiones. En ocasiones necesitaba usar mi computadora durante la clase. El asunto es que mis compañeros también llegaban tarde y estaban pegados al celular, como es usual, pero no recibían la misma “atención”. En uno de los correos le señalé ese tratamiento distinto a la docente, pero para ella no fue claro a qué me refería, y siempre lo negó. En esta ocasión, yo estaba demasiado ocupada para dar la batalla. Pasé la clase normalmente, aburrida por esas microviolencias y los avatares de ser mamá intentando seguir con la vida.

 

En el marco de esa beca, tenía que trabajar para la universidad, hacer acompañamiento docente y sumarme al equipo de uno de los medios de comunicación de la institución que siempre había admirado. Aunque sigo admirando ese medio y aprendí mucho, desde el primer momento noté un trato particular por parte de la líder del equipo hacia mí. Estaba en un proceso de aprendizaje como todxs, y no siempre podía cumplir con las entregas semanales, especialmente porque los temas que proponía tocaban cuestiones sensibles y la consulta de fuentes era toda una aventura. A pesar de los comentarios que señalaban que mis aportes eran «insuficientes», me mantuve firme, consciente de que estaba atravesando una curva de aprendizaje.

 

A esto se sumó que decidí tener un segundo hijo. Tenía un trabajo, la beca, la carga académica completa y estaba embarazada por segunda vez, con una hija bebé en casa. Asumí todo esto, pero el cansancio era extremo. Noté que no se me permitía entrevistar a fuentes cruciales para mis investigaciones si tenían alguna cercanía conmigo, se me negaba la posibilidad de escribir artículos de opinión y se me exigían más fuentes que a otros periodistas. La líder del equipo me llamaba cuestionando cómo había conseguido mis fuentes, lo que reflejaba una desconfianza hacia la calidad de mi trabajo. Sus comentarios hacia mí frente al equipo no eran amables, y cuando tenía ocho meses de embarazo, me sugirió por medio de una llamada telefónica que debía renunciar a algo porque, de seguir allí, tendría que asumir las responsabilidades de una periodista estrella que acababa de renunciar. Lloré de frustración y agotamiento, pero le aseguré que asumiría la carga, incluso si eso significaba no dormir.

 

Me pidió que le pasara un compromiso por escrito, lo cual hice porque no quería perder la beca ni rendirme. Aunque tenía argumentos para demostrar el trato injusto, decidí seguir adelante. Pude completar mis tareas, aunque muchos de los temas que me asignó nunca fueron revisados o publicados, a pesar de pasar por todo el ciclo de redacción.

 

Después de tener a mi bebé y tomar la licencia de maternidad, regresé con la determinación de no ser una víctima. Al volver, los comportamientos de la líder continuaron, pero esta vez decidí confrontarla. En una reunión, cuando me dijo «No te lo tomes personal», le señalé cómo su actitud influía en el equipo y contribuía a la infantilización y descalificación. Recordé a las personas que he acompañado como psicóloga clínica, quienes desarrollaron cuadros de ansiedad y depresión por no tomar en serio lo que les afectaba. Así que me lo tomé personal y expuse la situación, coincidiendo con un director que me creyó.

 

En paralelo, el docente al que acompañaba, un reconocido gurú en comunicaciones, me expuso frente a la clase por no repetir sus argumentos. Mientras hablaba sobre afrodescendencia y medios, él me pedía que hablara por «los negros», una solicitud incorrecta que decidí pasar por alto muchas veces antes. Pero cuando señalé que los derechos no son privilegios, estalló contra mí. Pese a todo, terminé mi maestría y a partir de esos desencuentros, convocamos el primer laboratorio de medios y narrativas antiracistas.

 

Lo hice por las veces que resistí, por las veces que dudaron de mi valía, y por las personas afro que, como yo, enfrentan exigencias adicionales en el ámbito académico. Mi mensaje es: No seas una víctima, no cedas tu poder, y no permitas que minimicen tu experiencia. Pronto publicaremos un decálogo de narrativas antiracistas en varias plataformas para que otros medios y consejos de redacción no cometan los mismos errores y vean en la diversidad de pensamientos y trayectorias siempre una oportunidad. Esto no es una disputa de personalidades y va más allá de los juegos de la representación simbólica, esto es cimarronaje.

 

Gracias Ricardo, Jaime, María P., y Andrea por su humanidad, por darse cuenta, por escuchar. Y gracias a mis ancestrxs, porque nunca he estado sola.

 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Carrito de compra
WP Radio
WP Radio
OFFLINE LIVE
Abrir chat
Escanea el código
Hola 👋
¿En qué podemos ayudarte?